Apogeo de Les Luthiers como actores e inventores de un delirio musical

Carlos Ulanovsky. La Opinión, 19 de abril de 1973

Algunas nuevas armas se unen a las tradicionales o conocidas para que Les Luthiers entreguen un espectáculo regocijante. A la condición de músicos notables, agregan ahora un progreso actoral que los convierte a cada uno en un personaje distinto. En todo momento, hay una cara inefable para descubrir, un par de ojos intencionados, un manojo de pequeños gestos.
Ya no es únicamente Daniel Rabinovich el centro de los gags minúsculos; la parodia se integra con el temblequeo de López Puccio y su cabello enrulado por el aire; el llanto stanlaureliano de Masana o la sobriedad burlada de Mundstock. Con el tiempo, Les Luthiers consiguieron superar –incluso- la eficacia visual que producen sus estupendos instrumentos informales. Por otro lado, ahora hacen reír especialmente a través de sonidos disparatados y de un riquísimo idioma gestual. La especialización de esta forma del humor mudo les resultará sumamente útil cuando obtengan el acceso internacional que con certeza tendrá este grupo a corto plazo.
Hasta los últimos recitales, uno de los recursos que más utilizaban era el del error por la torpeza, los equívocos desopilantes. Ahora, introducen la pelea entre ellos. Pero la novedad más refrescante es la introducción en su humor de una dosis más decidida de delirio y surrealismo. Antes, de tanto satirizar la formalidad de la música, solían incurrir ellos también en formalismos.
En ese sentido, hay dos momentos deliciosos en el programa: uno es el trozo de la ópera Nibelungo soy denominado Despedida y muerte del Dios Brotan, donde a partir de una puesta impecable, apelan a viejas melodías (Qué será, será; Té para dos, etc.), la entrada de un personaje que completamente desorientado pregunta: “¿Qué ópera es esta?”, y la mención a Gretchen, “una diosa de la virginidad que renunció a su cargo por razones de salud”.
El otro es la presentación del conjunto de rock La nuez moscada, que interpreta el llamado Rock del amor y la paz (Bolivia). En un momento, por entre los sonidos “eléctricos” de la guitarra de Maronna y la letra del tema que se burla de la supuesta confraternidad vigente en el mundo del rock (“Somos todos hermanos”, clama la cancioncita), se filtra la voz del relator de fútbol José María Muñoz, quien con su clásico estilo relata una jugada que culmina en gol.
Les Luthiers festejan y la cosa no acaba allí; de pronto surge, potente por definición, un Aleluya que debería taparlo todo. Pero no: aparentemente ha sucedido un milagro.
Cuando todo termina (también es el final del espectáculo una decisión que casi siempre los espectadores modifican con sus solicitudes de bis) se tiene la impresión de que se ha visto una auténtica creación, caracterizada por una enorme libertad y que, supuestamente, llegó al máximo de sus exigencias y posibilidades.
La sensación no se apaga ante la idea de Mundstock, quien en gom-horn (esa pseudo trompeta armada con una manguera) reproduce la onomatopeya de las milongas campestres, un notable gag auditivo, cuya explicación escrita es tan complicada como inadecuada. Más flojas en rigor –pero efectivas dentro del programa- la Serenata Mariachi y la aparición sorpresiva (burla a los one man show) del cuñado de Yves Montand


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