La inalterable vigencia del talento
Aníbal Vinelli. Diario
Clarín, 31/5/87.
Para recuperar el arte olvidado de la sonrisa han vuelto a su refugio
predilecto del Coliseo el grupo Les Luthiers. Su nuevo y más
flamante opus se llama Viegésimo Aniversario
y el ahora quinteto derrama como siempre ingenio entablando la imposible
competencia de superarse a sí mismo a fuerza de inteligencia,
sentido del gag y el rigor que le es habitual.
Cada dos años uno se reencuentra con Les Luthiers en algo que,
después de veinte temporadas, es más y tanto como un espectáculo,
quizá una grata costumbre que se nos ha vuelto hábito
e inevitablemente la manera distinta de aproximarse a un show. Ver en
escena al ahora quinteto que luego de la ida de Ernesto
Acher integran Carlos López
Puccio, Jorge Maronna, Marcos
Mundstock, Carlos Núñez
Cortés y Daniel Rabinovich
es, como nunca, una ceremonia, el desfile de tantos recuerdos y jornadas
memorables. Y en la noche cruel de la premiere, como la del viernes
último, el recuperar entrañables amigos fuera y dentro
del tablado, el compartir una platea con colegas menos flacos o más
calvos que alguna vez se nos cruzaron en redacciones que ya no están.
O en otras en las que no estamos nosotros.
Y desde esa perspectiva inevitablemente teñida de sentimiento,
la perspectiva crítica ha de ser diferente, porque al presenciar
lo que sucede bajo los reflectores otras vivencias se nos meten por
la memoria. Aun así, con las excusas del caso por una reseña
que más que siempre carecerá de ese imposible de la objetividad
absoluta, habrá que señalar que Viegésimo Aniversario
es, quizá, el mejor intento del grupo y ello por razones generales
que tienen que ver con su dichosa y prolongada actividad: hay detrás
de ellos tantos plus que vuelven improbable el superarse a sí
mismos.
Y hay además motivos específicos porque lo ofrecido en
el Coliseo, inclusive dentro del nivel de excelencia, rigor y solvencia
técnica que son inseparables de estos maduros muchachos (que
jamás dejarán de serlo aunque alguna vez a López
Puccio se le caiga la melena platinada), carece de hallazgos musicales
como el Bolero o la Bossa Nostra que, a Dios
gracias y a los programadores también, no han dejado de escucharse
por las radios argentinas en selectas grabaciones que perpetúan
su gloriosa concepción. Tampoco es muy imaginativo pese a su
repercusión entre el público nos incluimos- algún
discurso del inefable Rabinovich dándose el gusto, después
de varios lustros, de sustituir fugazmente a La Voz. Que no es Sinatra
sino Mundstock, que es mejor educado, tan nuestro como el mate o la
deuda externa y no te pega si no estás de acuerdo.
Pese a los cual Viegésimo Aniversario, aunque no nos deje
una melodía para salir tarareando uno de los secretos de
las más distinguidas comedias musicales- es, como corresponde
siendo quienes son sus responsables, una fiesta de principio a fin en
números como Iniciación
a las artes marciales (con música que parece escapada de
los cuadros del mago Fumanchú), el
Romance del joven conde, la sirena y el pájaro cucú y
la oveja tirando a cantata zoológica, Encuentro
en el restaurante (con Rabinovich abriendo el gas de su contradictoria
seducción), la más lograda Mi
bebé es un tesoro con la primera voz de Núñez
Cortés y toda su gente desparramando un bienvenido acíbar
sobre los ídolos de la canción y las barbaridades promocionales
de la televisión, El acto en Banania,
que habrá sacudido los huesos de más de un autoritario
que anda por ahí (o por aquí), Quien
conociera a María, amaría a María (¡qué
rasgueo, Maronna!), El sendero de Warren
Sánchez (un antihomenaje a predicadores millonarios y comerciantes)
y el despliegue terpsicoriano y coral a capella o en capilla-como se
quiera- de Somos adolescentes, mi pequeña.
Con el apoyo de distinguidos auxiliares como Roberto
Fontanarrosa (colaborador creativo), Esther Ferrando (asesoramiento
coreográfico) y el mago Ernesto Diz (ese diseño de iluminación
que cae donde corresponde con milimétrica precisión),
Les Luthiers volvieron a brillar con su insuperable sentido del timing
y la oportunidad, con un manejo del gag en el que son maestros por
ejemplo el gritito gutural ¡Oshu! del alocado karateca
Rabinovich- y una actitud que es su última y definitiva clave.
Porque en su disposición para brindar alegría con inteligencia
e intención, siguen siendo los máximos herederos locales,
o por lo menos los más notables, del venerable arte de los clowns,
parte de una tradición que dichosamente no disimulan los elegantes
smokings o la solvencia profesional con que nos arrancan la sonrisa.
Que los hados de Mastropiero sean con ustedes y por 20 años más.
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