PRESENTACION DE LUTHERAPIA EN EL TEATRO GRAN REX
Un milagro llamado Les Luthiers
El
nuevo espectáculo de la agrupación ratifica todo aquello
que la hace única e irrepetible. Con absoluta naturalidad, Les
Luthiers logra compatibilizar excelencia académica, soltura actoral
y gracia colectiva. Sus fans, agradecidos.
Diego Fischerman 07-09-08
- Página/12 (Arg.)
Si sólo
se tratara de los instrumentos, de esa exorcítara
de la que nada puede adelantarse, o del arpa construida con una tapa
de inodoro, o de viejos conocidos como la flauta de pan construida con
tubos de ensayo o el latín o violín de lata,
y del virtuosismo que Les Luthiers ha logrado en su ejecución,
alcanzaría. Si no hubiera otra cosa que la fenomenal parodia
de estilos y la perfección con la que logran pasar de un rock
pesado que habla de los ruidos de la ciudad a una balada folkie una
especie de Mañanas campestres en la que hablan
de los ruidos del campo,
o la exactitud de la escritura mozartiana en el número final
o del medievalismo del que abre Lutherapia, su nuevo espectáculo,
sería suficiente. Como lo sería, desde ya, el desopilante
guión que urde la trama y algunos chistes memorables que salpican
la delirante relación entre un musicólogo conflictuado
encargado de un trabajo sobre la obra de Mastropiero, por supuesto
y su psicoanalista.
Pero este
grupo que ya hace cuarenta y un años que reafirma su vigencia
se caracteriza por el exceso. Y esta vez vuelve a demostrar que todo
aquello que por separado sería meritorio excelencia en
la escritura musical, virtuosismo en la ejecución de instrumentos
imposibles, precisión en la sátira de géneros y
estilos, soltura actoral, gracia personal y buenos chistes colectivos,
todo junto es un milagro. O, en todo caso, lo que hace a Les Luthiers
únicos e irrepetibles. Escenas como la lectura de la carta del
paciente (voz de Rabinovich en off) por el terapeuta Mundstock,
obviamente, la cumbia compuesta para la Universidad de la Sorbona
por un pequeño error de interpretación de Mastropiero
en la que la simple confrontación del mundo bailantero con el
de la filosofía produce toda una cadena de significaciones de
la que tampoco corresponde adelantar nada, salvo, quizá, que
para los asistentes al espectáculo la palabra epistemología
ya nunca vuelva a ser lo que había sido, o el tarareo conceptual
del aria agraria que se entronca con viejos ingenios como
la canción en falso ruso o aquel scat también conceptual
armado con frases como probará varón tu piba,
están, sin duda entre los grandes hitos para
tomar uno de sus títulos de Les Luthiers.
La estructura
de Lutherapia, con un hilo conductor en la resolución del trauma
del musicólogo y un remate a lo Hitchcock y algún
elemento que, como sucedía en la composición de aquel
himno patriótico, pasa de número a número, es absolutamente
eficaz y allí aparece, además, el otro sostén del
milagro: la formidable empatía que establece el grupo con un
público que llena la sala del Gran Rex y que poco antes
de comenzada la función continuaba haciendo cola para sacar entradas
para las funciones venideras y que festeja con pasión cada
uno de los chistes y canciones. Un público, además, en
el que abundan las familias con hijos pequeños, poniendo de manifiesto
un pasaje de la posta lutherista que los padres y hermanos mayores se
empeñan en perpetuar. Son más de cuatro décadas
y ya varias generaciones de fanáticos crecieron junto a ellos.
Y ése, tal vez, sea el último prodigio. Que en un país
donde todo lo provisorio resulta definitivo y en que lo definitivo acaba
siendo provisorio, Les Luthiers siga estando.