Alguno de nosotros toma ese texto para ponerle música. Ese compositor
deberá estudiar el estilo musical que corresponda, informarse
a veces sobre géneros que no conocía, cuidar que el texto
cantado sea inteligible y recordar que el chiste es soberano, para no
conspirar contra él con ornamentos musicales prescindibles. La
tarea de composición lleva menos tiempo que la escritura de la
letra: por lo general bastan unos pocos días.
Llega el momento de ensayar. Uno de nosotros se encarga de coordinar
nuestro trabajo con el de los asistentes en escena y técnicos
en sonido e iluminación, quienes suman una decena de personas.
Sentados ante los atriles, deletreamos lo que el compositor escribió;
más tarde leemos los diálogos y empezamos a actuar. Nuestras
puestas en escena son despojadas, funcionales, siempre subordinadas
a la idea humorística: se trata de que los chistes se entiendan
con claridad y de conseguir un buen tiempo escénico, un ritmo
continuado. Durante los ensayos, la obra puede enriquecerse con improvisaciones
y nuevas ideas. A veces la pieza incluye un nuevo instrumento informal
cuya técnica de ejecución debemos aprender. Cuando ya
hay una primera versión de la obra, se filma un video, que nos
permite vernos desde afuera y comentar lo que nos parezca mejorable.
Presentamos
la pieza ante el público, disimulada dentro del show cuyas últimas
representaciones estamos haciendo. Como para nosotros la manera principal
de evaluar su éxito es la risa que provoca, la prueba se graba
con un micrófono dirigido hacia los espectadores, para poder
más tarde precisar cuánto se rio la gente. Si se rió,
porque a menudo algunos juegos que nos divertían son recibidos
con indiferencia. Por fortuna también ocurre lo contrario: chistes
que suponemos destinados al fracaso resultan misteriosamente eficaces.
Es raro que las piezas funcionen sin fallas en su primera versión;
por lo general requieren cortes y ampliaciones, y algunas fracasan del
todo. Muchas veces estos preestrenos nos producen una impresión
pobre, al compararlos con las pulidas obras que estamos interpretando
en el espectáculo anterior, repetido y perfeccionado durante
muchos años. Hay que sentarse entonces a revisar los proyectos
y hacer nuevas versiones. A lo largo de varios meses hacemos este trabajo,
canción por canción, hasta que sumamos los cien minutos
que duran nuestros espectáculos.
Poco antes
del estreno decidimos un orden del programa. Algunas de nuestras reglas
para que el show tenga una buena curva son: la primera obra debe ser
fuerte; la segunda puede aflojar, pero es vital levantar la puntería
desde la mitad del espectáculo; la pieza más contundente
va al final, y el bis, habitualmente tomado del espectáculo anterior,
debe ser eficaz. También buscamos alternar los géneros
populares con los clásicos, las piezas grupales con las de solista,
y los diferentes luthiers como protagonistas. En esos días hay
que inventar un título para el espectáculo y simpáticos
nombres para las canciones; es momento de posar para las fotos del programa
y dar reportajes a la prensa.
Al fin
nos mudamos a Rosario, ciudad oficial de nuestros estrenos, donde podremos
pulir el show durante dos semanas ante un público fervoroso.
El momento del debut nos encuentra cansados, nerviosos, abotagados por
tanta pizza engullida durante los ensayos; las letras y músicas
están apenas aprendidas, y el escenario se puebla de disimulados
papeles con recordatorios de textos. Finalizado el estreno, llega la
gloriosa cena de festejo con el equipo técnico, productores y
familias, estas felices de reconocer por fin nuestras caras.
Al día
siguiente nos reunimos en el teatro para ver el video del estreno, comentarlo
y hacer los retoques más urgentes. El show cambiará en
esas dos primeras semanas rosarinas, y luego en sus primeros meses de
vida en Buenos Aires: haremos modificaciones dentro de las obras, tal
vez también en el orden del programa, y a veces suprimiremos
alguna pieza. Y continuará puliéndose a lo largo de los
años que nos llevará representarlo en diversos
países.
Aunque
no inventemos cada uno de sus elementos entre todos, consideramos que
el espectáculo es obra del grupo en su totalidad: firman nuestras
letras luthiers que jamás han escrito un renglón, firman
las músicas quienes ignoran qué es una corchea. Pero cada
uno de nosotros aporta todo lo que puede y sabe hacer, y el show lleva
la firma orgullosa de los cinco.
Revista Soho